jueves, 20 de marzo de 2008

De la Ley de 8 horas a la realidad de 19

Por Luis Sabini Fernández
luigi14@gmail.com

Sindicalismo 19 hs. vs. 8 hs.
La Argentina ha sido conmovida, una vez más, por una desgracia en la ruta: 18 muertos y una cincuentena de heridos, en un paso a nivel cerca de Dolores. Los tecnos insisten en liberar a todas las rutas de pasos a nivel mediante el sencillo, barato y cómodo recurso de construir puentes o túneles. Los amantes de las soluciones simples o simplificadoras, impregnados del espíritu mal llamado neoliberal, en rigor neoconservador, insisten en sacar a luz la responsabilidad individual de la mano que manejaba el vehículo. Sin embargo, el infierno puede perfectamente construirse con tecnología de última generación, como lo atestiguan dramáticamente todos los miles de millones de campesinos pobres despojados con los avances del agribusiness, para decirlo en el nuevo castellano básico de las transnacionales, y la responsabilidad individual es un cómodo expediente para no tocar las verdaderas responsabilidades que suelen estar por detrás de los comportamientos que consideramos individuales. No se trata de rechazar las soluciones tecnológicas ni de borrar la responsabilidad individual. Pero sí es prudente y sensato buscar por si no hay otras causas, otras responsabildades, que de pronto resultan mucho más significativas. Las jornadas que hacen muchos choferes de larga distancia andan a menudo en las 19 horas. Lo que se llama en la jerga de los omnibuseros, “vuelta redonda”. Significativamente, ése es también el tamaño de las jornadas que cumplen los colectiveros, es decir el transporte urbano, de corta distancia. Estas jornadas son las que resuelven y ofrecen las empresas sobre la base de sus estudios y análisis, como las más convenientes para sus rendimientos, eficiencias y rentabilidades. No debería extrañarnos: la empresa siempre busca la ganancia. La hicieron para ello, no para atender servicios. Y la ganancia mayor, con prescindencia de lo que pueda eso perjudicar a otros “agentes económicos”, apenas considerados como instrumentos para aquella búsqueda. Si los empresarios pudieran abaratar costos llevando la jornada a 140 horas también lo harían. La prueba más clara es la tenaz investigación de laboratorio para conseguir pastillas de vigilia que permitan a un soldado actuar sin parar durante una semana y luego permitirle un descanso “acumulado”. Si los laboratorios llegan a descubrir esa zanahoria con mejor fortuna que la de aquel campesino que le enseñó a su burro a vivir sin comer, pero que lamentablemente se quedó sin burro al morírsele justo cuando ya había aprendido, se va a producir, sin duda, una enorme demanda de ese regulador del trabajo y el descanso, no sólo en los ejércitos sino desde el universo empresario. Así que ninguna sorpresa ver a las empresas de transporte “emperradas” en soluciones de este tipo. Lo significativo, lo que le da al siglo XX y al incipiente XXI, un toque, no precisamente “de distinción”, es que tales jornadas han sido escrupulosamente aceptadas, incluso programadas, desde los sindicatos. Es el sindicato, en el caso del transporte urbano de colectivos de Buenos Aires, la UTA, la que ha firmado, usurpando la representación de los colectiveros, convenios donde se aceptan jornadas de hasta 12, 16, 19, 20 horas. Mediante el sencillo recurso de firmar famélicos acuerdos por jornadas normales o reducidas, de 8 horas por ejemplo, y elevando los ingresos de modo abultado, tentador, a partir de la prolongación de la jornada laboral, mediante horas extras. Siguiendo escrupulosamente las necesidades organizativas de la empresas. Lo cual no se hace “idealmente”, sin duda. Cada repliegue sindical a las “necesidades” empresarias se cotiza. Tenemos la prueba en el caso de un sindicalista de renombre mundial, como el mecánico José Rodríguez, a quien grandes empresas instaladas en Argentina, como la Mercedes, le acreditara un porcentaje de la facturación bruta a cambio de “brindar” algunos nombres de sindicalistas inquietos y reclamantes, a la sección personal de la empresa o a la dirección militar más cercana. Eso fue durante la dictadura de los desaparecedores. La investigación de Gaby Weber sacó a luz semejante connivencia y el pobre Rodríguez vio desaparecer así su vistoso cargo de vicepresidente mundial de la internacional del gremio, pasando a un más oscuro tercer plano, no más que eso, claro. Porque la red sindical que él ayudò a crear por cierto también lo protege. ¿Cómo explicar la tragedia de la modernidad que le ha permitido al sindicalismo cambiar tan radicalmente de lugar y destino? A fines del s. XIX, los sindicalistas luchaban por la jornada de 8 horas y pagaron con cárcel, destierro y hasta con la vida sus esfuerzos y afanes para alcanzarlas; enormes, abnegadas, a veces heroicas huelgas se llevaron adelante para alcanzar lo que entonces se consideraba una vida digna que sentían escamoteada: 8 horas de trabajo, 8 horas para descansar y las 8 restantes para esparcimiento, cultura, familia. ¿Cómo compaginar aquellos esfuerzos de los sindicalistas y anarcosindicalistas de 1890 o 1910 con los “arreglos” en Argentina de las cúpulas empresario-peronistas del sindicalismo actual, que en 1980 o en el 2000 firman convenios que permiten, que promocionan, jornadas de 15 o 20 horas? Aquel sindicalismo no había “abrochado” con el mundo empresario; eran ajenos a la empresa. Trabajaban en ella por necesidad. Incluso más: dentro del sindicalismo entonces se fue generando toda una corriente de rechazo al mundo de los patrones y no pocos empezaron a soñar con un mundo sin capitalistas, “sin amos”, imaginando esas mismas fábricas que el capital había erigido, como funcionando pero expropiadas. El sindicalismo cupular y empresario de hoy cambió totalmente la perspectiva. Aceptó, acepta el mundo empresario; no sólo eso, sino que lo emula. Por eso hay tantos sindicalistas más o menos ex- devenidos empresarios. La vieja cooptación, en este caso del mundo burgués, ha operado eficientemente contra un sector históricamente refractario, que contenía a “sepultureros” de ese mundo. Los refractarios resultaron segregados, marginados y deglutidos por las corrientes sindicales que apostaron al reconocimiento del mundo empresario, y a la aceptación de sus lineamientos. El sindicalismo pasó así de contendor a colaborador. El sindicato, al menos mayoritariamente, en Argentina (pero no sólo en Argentina), ha asumido los intereses de su viejo oponente. Por eso, la UTA, por ejemplo, ha hecho los convenios que ha hecho. Sus dirigentes tienen los ojos del patrón, pero hacen como si representaran a los asalariados. Una situación un poco incómoda. A veces brotan reacciones, movimientos, redes de resistencia; asalariados que rechazan las condiciones leoninas del lado empresario y con ello, rechazan también, lógicamente, al sindicalismo ladero de aquél. Pero, en términos generales, la administración sindical funciona sin mayores fricciones. Porque el laburante sufre varias constricciones: si la desocupación es alta, quien tiene trabajo se llama a sosiego para no perderlo; si la coyuntura laboral, en cambio, es alta, el sindicato consigue “buenos” salarios con lo cual obviar lo de las condiciones laborales cada vez más atadas al interés empresario. Y muchos “laburantes” aceptan cualquier condición laboral con tal de contar con ingresos como para afrontar las cada vez más crecientes necesidades del consumo. Es la vieja rueda enloquecedera de los hámsteres que ya supo describir tan bien Tennesse Williams hace medio siglo como “el sueño american”. Y así estamos. Con conductores, choferes, como se llamen, bien pagos pero calladitos.

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